martes, 9 de junio de 2009

UNO. GOTAS MATINALES.

Se esparcía un murmullo de fuente ajena en la mañana dorada, espléndida de temores empequeñecidos. Ni se mantuvo ni prosiguió, tan sólo calló, rodando, la cuesta de los minutos intactos de pasos, pensados, meditados, asumidos, imaginados, presentidos, deseados. Muertos.

Porque el tiempo pasaba y los pasos nuevos estaban muertos. ¿Y el murmullo? Perdido en algún rincón del trajinar interno.

Se levantó. Nuevo galope hacia no sabía dónde. Quizás una esquina escondía una nueva puerta. Quizás sólo el anhelo de que de repente una idea...

Galope tierno, hacia atrás, de tortuga ensimismada. Se te rompieron las patitas y caíste. De bruces. Otra vez la oscuridad de tu caparazoncito de hiedra muerta, podrida y nauseabunda, maloliente; de algas viscosas como la alfombra de un lago ensombrecido.

Y se volvió a sentar, pensando. Por qué aquel murmullo, aunque débil, no cesaba nunca. Por qué el respirar marcado siempre por una cadena a ratos permisiva.

Rumba tarumba me llevas hacia la tumba de tus catacumbas. Canciones deshilachadas en bestias de metal que se limpian las comisuras de sustancias vaporosas, blanquecinas, grisáceas, tóxicas, irrespirables.

No tosáis en mi boca vuestras conversaciones delirantes. No me miréis con los ojos del cuello. No desviéis mi día hacia

El suelo manchado de lluvia. Chapotean. Ancas de rana infrahumana aprisionadas en botas de caucho. Dedos de agua mutilados que se caen sobre la acera. Losas perdidas en los dibujos que se asemejan a sus surcos; arcoiris descomunales sobre el lodo en la boca de los portales. Flores absorbentes, hambrientas, husmeantes, humeantes, dementes.

Y volvió a ponerse en pie. Tan sólo un paraguas rosáceo como los dientes de un caracol. Un paraguas que giraba, que bailaba, que se contoneaba. Las calles son caminos plateados retorcidos, enigmatizados; resuellos en labios paseantes y estridentes.

Fue siguiendo la sombra embadurnada de una estela danzarina.

Revolución

Sólo encuentro mi sentido en la lucha.

Me excita. Tomar a la serpiente en mi mano y ver cómo su silbido ennegrece la piedra con un grito.

Plasmarnos. Desde el vientre acuchillar la mordaza, desatar la cuerda.

Sentirnos. Leernos las almas sin pronunciar palabra.

Pelearnos. Fuerte unión que aniquila oscuridades ajenas.

Desnudarnos. De ropajes férreos oxidados.

Siempre os tuve dentro de mí. En imaginación y presentimiento. Ahora SOIS.

Compañeras: alzaos, destruyamos.

El muro que nos separa y enmudece.

Y sembremos. LIBERTAD.

Y florezcamos.

Yo, quejica

Siempre en este punto, en el mismo punto, aburrido, desgastado, con los mismos remolinos que se repiten.

Hace tiempo que siento que mi vida es un continuo fracaso en el que no avanzo.

Hace años que me siento impotente, débil, incapaz, estancada.

Ya es un vicio la oscuridad que se mantiene, trémula, en el idéntico techo que rebosa sobre mi cama; rebosa de recuerdos malformados, caras parturientas de quejidos en eco, fatigas en los pasos aún inexistentes.

Se perdió el día en que empecé a sentirme estatua enmudecida. Se perdió el adiós al dolor, asumido ya, inagotable, intransigente, mientras veo cómo mi vida se escapa acuchillada de reproches.

Y busco una salida. En vano.

Las cicatrices. Intactas. A veces, verbalizaciones cerradas. Otras, pequeños enanos impotentes ante el torrente. Siempre acechantes, espectantes.

Y yo me pierdo, rumoreo, me quiebro en la lucha que aún no he sido capaz de iniciar con firmeza y destreza.

Las horas muertas se burlan de mi afán de estoicismo. Y el fracaso sigue abriendo sus fauces, engullendo mi cuerpo, dándome la bienvenida a este maldito Eterno Retorno. De lo mismo.

Siempre los mismos ecos de las mismas vivencias en el mismo techo de la misma habitación de la misma vida en la misma ciudad que acompasa el mismo vals mortecino día tras día.

Y ahora, tras escribir, me siento mejor. Soy una jodida mentirosa.